De unos cincuenta y tantos años,
pelo canoso, de manos fuertes, lentes de carey, papá de dos hijas y cuatro adoptados,
permitió generosamente que formáramos parte de la historia de su vida.
Sentados a la mesa, a la hora del almuerzo, mi
compañía perfecta era mi tío y no se empezaba a comer hasta que él llegara. A pesar de que había tres lugares vacíos en
la mesa, me gustaba sentarme siempre a su derecha. Mi tío había sufrido un accidente muy grave
cuando viajaba en su moto, su recuperación fue larga y las secuelas eran un dolor
constante en la pierna fracturada y en
ocasiones la piel se le ulceraba, así que de recibir un golpe en ésa área era doloroso.
Hasta la fecha no logro entender el porqué me sentaban siempre en ese
mismo lugar en donde como niña buena, se me olvidaba la advertencia y movía los
pies una y otra vez, golpeando la pierna
lesionada. Siempre era la misma canción:
“quieta con los pies”. Esto no impedía
que el momento de las comidas fuera
especial.
Compartíamos ciertos gustos como las cerezas, él
guardaba unas para mí como postre en el
almuerzo. Compartíamos la
mantequilla y nos volvíamos cómplices al decir una que otra mentirilla a mi tía,
celebraba mis logros cuando me comía toda la comida o cuando no era la última
en levantarme de la mesa.
Como era la hija menor y la última
en irse de casa, fui la compañía de
muchas actividades. Nos encantaba ver en
la televisión programas como el zorro, titanes en el ring, programas de
concursos, futbol, etc. También nos
afanamos en juegos de mesa. Recuerdo que
en una ocasión discutíamos por una
partida de dominó, en ese momento mi tía regresaba del mercado y nos escuchó,
así que para acabar con el pleito, nos quitó el juego y lo escondió. Nos quedamos sin dominó, pero encontrábamos
otra fuente de conflicto –mejor dicho- otro juego de mesa.
En Semana Santa íbamos al
interior de la república y pasábamos la frontera para visitar Tapachula, el
puerto de Maderos. En los primeros años viajábamos en tren, pues
éramos muchos hijos e incluso había ocasiones en que los vecinos nos
acompañaban. Luego como todos crecieron,
nuestra familia se redujo a mi tía, mi
abuela, mi tío y yo, así que se compró un carro Volkswagen color beige, en el
cual viajábamos con más comodidad, aunque al pasar los años, mi tío ya era un peligro
hasta para él mismo.
Cuando estaba en parvulitos, mi
tío era el encargado de llevarme y recogerme de la escuela en su moto. Yo me subía con miedo y me abrazaba a su
espalda, como era gordito y mis brazos cortos, por momentos sentía que no
podría sostenerme y me caería.
Afortunadamente solo se me caían los zapatos, los que mi tío
pacientemente tenía que recoger. En esos
tiempos de escuela, yo tuve una maestra que se llamaba Carmencita, mi tío me
preguntaba por ella diciendo: ¿cómo está su maestra carne frita? A lo que yo le contestaba algo enfadada que
mi maestra no era ninguna carne frita y él siempre se corregía riendo
ampliamente.
En la casa donde vivíamos había un
terreno anexo donde se cultivaba café, también tenía sembrados árboles frutales. El momento de cosechar el café era todo un
acontecimiento, El se preparaba física y
mentalmente para realizar esta ardua tarea y no permitía que le ayudáramos más
que extender el café para secarlo en el patio de la casa. Por la
tarde había que recogerlo y cubrirlo con un plástico para evitar la humedad. Pasado este proceso se guardaba y luego se
tostaba para poderlo degustar en familia.
Cuando ya tenía edad de ir a
fiestas tocó el turno de aprender a bailar y qué mejor maestro que mi tío, era
muy jovial y tenía pies ligeros. Le gustaba
bailar marimba y con mi tía eran imparables en todas las fiestas y unos excelentes bailarines.
Claro como en todo ciclo vital,
me tocó irme de casa y le agradezco que haya estado siempre para acompañarme en
los momentos especiales.